Se conocieron en el gulag, en Kazajistán.
Allí quedaron atrapados por el final de la Guerra Civil y la invasión
alemana de la Unión Soviética. Antonio Leira Carpente y José García
García nunca pensaron que su pequeña aventura soviética se convertiría
en un infierno de dos décadas. Eran combatientes republicanos pero
acabaron como apestados en la patria del proletariado. Rusia
admitió en 1992 que “muchos” españoles republicanos habían pasado por
los campos de concentración estalinistas. Pero ninguna exrepública
soviética había entregado a España la documentación oficial de esos
presos hasta que, la semana pasada, Nursultan Nazarbayev, el presidente kazajo, regaló a Mariano Rajoy
dos libros con las copias de los expedientes de 152 españoles
—franquistas y republicanos—, que malvivieron congelados en sus campos
en los años 40.
Leira y García tampoco sabían al partir —en 1937 el primero y 1938,
el segundo— que acabarían rompiendo hielo para beber, ni que los
llevarían de Siberia a Kazajistán en unos trenes en los que
sobrevivieron semanas, hacinados en gélidos vagones de madera, hasta
adentrarse en la inmensa estepa. Llegaron por separado a Karaganda, al
noreste del país. Leira, cabo de la marina de un buque de la armada
republicana y militante anarcosindicalista gallego, fue capturado junto a
46 compañeros en Odessa (actualmente en Ucrania)
y trasladado al campo de Krasnoiarsk, en Siberia. García, cursillista
aviador, estaba en Moscú en la cuarta promoción de prácticas a
Kirovabad.
Tras la derrota de la República, no pudieron volver a España, ni
salir de la URSS. Unos 80 pidieron exiliarse a Italia, Francia, Alemania
o México. “El cambio determinante fue la invasión de los nazis, en
1941. En ese momento, todos los extranjeros pasaron a ser sospechosos si
no firmaban, de manera voluntaria, permanecer en la URSS”, explica el
catedrático de historia Secundino Serrano, autor del libro Españoles en el Gulag. Empezaba la deportación para esos “grupos irreductibles” de aviadores y marineros que se negaron a entrar en el sistema.
Leira y García se conocieron en Karaganda, aterrados por los ladrones que desvalijaban a los recién llegados. Allí esperaban ser remitidos a otro campo de trabajos forzados.
Ya desde su llegada “habían quedado reducidos a esqueletos vivientes”,
según recordaba, años después, un recluta francés. Acabaron en Kok-Usek,
“el Valle Verde”, que traducían como el Valle del Infierno, el más frío de cuantos vieron. Un campo de concentración “ejemplar”.
Pasaron casi un lustro en un cerco de 300 metros de largo por 200 de
ancho, aislado del exterior por tres líneas de alambrada de espino,
vigilados por cuatro garitas con soldados aburridos ya que, si
escapaban, el desolado paisaje les delataba. Los guardianes tenían
también perros adiestrados para frenar una posible fuga. Eran unos 900.
Mujeres, hombres y niños de distintas nacionalidades, puntos negros
sobre la nieve, trabajando por sobrevivir.
Los internos en mejores condiciones físicas trabajaban en la mina.
Una hora de camino de ida de madrugada contra la brisa helada. Otra, a
la caída del sol, demasiado lejano en invierno, con hasta 50 grados bajo
cero, y sofocante en verano, a casi 50. La comida, un bol de sopa de
col antes de salir y otro a la vuelta. Y 450 gramos de pan, a menudo,
mojado. “Había una cosa que llamaban ratas de agua, un manjar”, cuenta
Beatriz Leira, hija de Antonio Leira, fallecido en 2000. Los que
conseguían un puesto en la huerta, engullían a escondidas una patata
cruda “que les sabía a manzana”, apunta Leira. “Según lo que trabajaban,
comían”.
En Kok-Usek, los españoles eran los “presos fantasma”. Tenían
prohibido comunicarse con su país, una dictadura enemiga. Solo podían
hacer llegar noticias a sus familias cuando los europeos —principalmente
judíos alemanes y austríacos— eran liberados. “Mi abuela se enteró de
que mi padre estaba vivo por una carta que le llegó en alemán”, explica
Leira: “Se aprendían de memoria las direcciones de los españoles”.
Tras sufrir un accidente en el que perdió varios dedos, Vicente
Montejano, uno de los pocos aviadores que siguen con vida, se convirtió
en uno de los españoles que se quedaban en los barracones, con la
humedad calada en los huesos. Cosían unos zapatos muy cotizados entre
las mujeres de la dirección del campo. “Confeccionábamos una especie de
malla con hilo como el que se usaba para las mallas de pescadores... Al
final resultaba, como es lógico, un zapato fino, para salir, pero no
para trabajar o ir por el campo”, le contaba Montejano en 2007 a Carmen
Calvo, hija de otro cursillista internado y autora de Los últimos aviadores de la República.
En cada traslado les separaban en grupos. Los dos amigos se
perdieron. “José salió en una primera expedición. Antonio Leira tenia
que salir en la siguiente, pero el río que los separaba se congeló y ya
no les pudieron alcanzar”, cuenta Pilar García, viuda del aviador, por
teléfono, haciendo esfuerzos para rescatar en la memoria al compañero de
su marido. No se reencontraron hasta que, al fin, embarcaron en el Semíramis,
en Odessa, el 2 de abril de 1954. Ya ancianos, se visitaron mutuamente.
Se reunieron con otros compañeros de vez en cuando, hasta que
fallecieron hace una década. En el Semíramis, con unos 300 pasajeros de los que 270 eran de la División Azul, viajaba también Vicente Montejano.
En total, unos 300 republicanos y 450 divisionarios pisaron los campos de toda la Unión Soviética, según calculan los expertos. Luiza Iordache, historiadora de la Universitat Autònoma de Barcelona y autora de Republicanos españoles en el Gulag,
calcula que 76 republicanos pasaron por los centros kazajos a partir
del estudio de sus expedientes, a los que accede con dificultad por el
hermetismo de los archivos de las antiguas repúblicas soviéticas.
Pese a que los soldados franquistas de la División Azul también
deambularon por Karaganda, el encuentro entre los dos grupos no llegó
hasta 1948. La mitad de los republicanos acabó aceptando integrarse en
la URSS y salieron del gulag. “Al resto, les juntaron con los
divisionarios y en los campos europeos [hoy, en Ucrania]”, apunta
Serrano.
El divisionario capitán Palacios recuerda uno de esos encuentros en Embajador en el infierno,
narrado por Torcuato Luca de Tena: “Vimos entrar en el campo,
extenuados y con síntomas de haber sufrido mucho, a un grupo de presos,
con la novedad de que entre ellos venían muchas mujeres, con niños
pequeños (...) ¡Cuál no sería nuestra emoción al oírles hablar en
español! Castillo, abriendo los brazos, dio un tremendo ¡Viva España!,
saludándoles, y el silencio fue su respuesta. Nos miraron con
curiosidad, bajaron los ojos y siguieron su camino”.
La unión emocional para volver a España superaba ya la ideología.
Ahora, tras el gesto de Nazarbayev, la Asociación Archivo, Guerra y
Exilio y la Hermandad de la División Azul han escrito una carta conjunta al Ministerio de la Presidencia para solicitar una copia de los archivos.
Además de marineros y aviadores, algunos niños de la guerra
[2.895 jóvenes enviados a Moscú en la guerra civil] fueron ingresados
en el gulag por delitos comunes. Varios exiliados, por delitos
políticos. Tras unos primeros años como una élite y como víctimas de una
doble guerra, la desesperación por salir de la gigantesca prisión que
era la URSS en 1941, llevó a algunos niños, forzados a nacionalizarse, a
esconderse en los baúles de un avión que viajaba a Buenos Aires. Otros,
famélicos por la posguerra, fueron internados por robar medio kilo de
patatas. “Me marché de la fábrica de aviación en la que nos habían
puesto a trabajar sin permiso de la milicia y me mandaron al gulag de
Ucrania”, afirma Ángel Belza, un niño de la guerra que presenta sus
memorias esta semana. “Fuimos rehenes durante 20 años. Estábamos
encerrados”, exclama Francisco Mansilla, otro niño, presidente del
Centro Español de Moscú vocal de la Asociación Archivo, Guerra y Exilio.
A los 94 años, Vicente Montejano mantiene el recuerdo del gulag suspendido entre la nebulosa del olvido: “A veces, hay cosas de las que uno no tiene ganas de hablar”.Y calla.
Al partir, Antonio Leira Carpente y José García García no sabían que
su pequeña aventura rusa se convertiría en un infierno de dos décadas.
Se conocieron en el Gulag, en Kazajistán, atrapados por el final de la
guerra civil y la invasión alemana de la Unión Soviética. Apestados,
ellos, combatientes republicanos, en la patria del proletari
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